"Memphis" - Cuento de María del Mar Escobedo

La campanilla de la puerta se agitó con fuerza. Un hombre corpulento, de abrigo blanco y una espesa barba negra entró y se sentó en la barra. Traía un morral grande y desteñido que dejó caer a sus pies. Afuera, la nieve caía mecida por el viento que arrastraba gotas de agua sucia. El sendero de la entrada no se distinguía ya de la calle, ni de los predios aledaños. A lado y lado se iban amontonando colinas negras de nieve apelmazada, que enfriaban las paredes del bar Memphis.
 
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Harmony fijó la vista en el hombre de barba negra y le pareció que lloraba. Le produjo cierta incomodidad, así que desvió la mirada hacia la ventana. Podía ver los copos frescos caer despacio, de un lado a otro, arrullados por la incertidumbre. El mundo cambia demasiado rápido, pensó. Estaba anocheciendo. Miró a su alrededor: no quedaba casi nadie. Una mujer de abrigo rojo, el hombre de la barba negra y Bill. Bill dormía, como siempre, en el sofá del fondo, con la cara hacia la pared y envuelto en su abrigo, aprovechando las horas de descanso que tenía entre el turno de la tarde y el de la madrugada. Trabajaba como conserje en el aeropuerto de Coventry, que quedaba a unos veinte minutos de camino del Memphis. Desde la barra, Harmony podía ver su cabeza plateada y sus hombros grandes, que subían y bajaban lentamente con su respiración. Bill dormirá otra media hora, pensó Harmony, luego se levantará, enjuagará su boca con licor de café y regresará a trabajar. No le importará la nevasca. A Bill no le importa nada, murmuró con envidia.
 
 
La mujer del abrigo rojo miraba por la ventana con impaciencia y pedía copita tras copita de licor de cereza. Algo en ella emitía un hálito solitario, seductor, como de planta carnívora.
En la barra, el hombre barbanegra terminó de beber su cerveza en silencio. Se llamaba Rubén Sierra. Tanteó sus bolsillos: estaban llenos. Alargó la mano y tomó un menú. No entendió nada. Cerró los ojos, dejó caer el dedo al azar, los abrió de nuevo y puso un billete de 50 libras sobre la barra. Harmony, entretenido con la torpeza de Rubén, tomó la botella y sirvió el trago elegido. Colgado de la pared, frente a la barra, había un gran televisor que Rubén miraba con nostalgia. Pasaban un especial de la selección inglesa y estaba por acabarse la repetición del partido Inglaterra–Argentina, Francia del 98. Rubén bebió su whisky de un trago. Hacía mucho tiempo que no veía un partido de la Selección Argentina. A su viejo le gustaba ver mundiales enteros una y otra vez. Los tenía grabados en cintas de VHS. Su mamá, en cambio, detestaba el fútbol, y cada vez que al viejo le daba la nostalgia, ella se ponía furiosa y maldecía.
—¿Argentina...? —preguntó Harmony, señalando a Rubén.
—¿Yo? No, colombiano... ¡Colombia! —respondió Rubén, con repentino entusiasmo. Harmony subió el volumen: el marcador había quedado 2-2. Se resolvería en penales.
—Amigo —dijo Rubén a Harmony —mor güisqui, plis.
Alan Shearer dispara, implacable. 1-1. Harmony se acercó y llenó el vaso. Hernán Crespo acomoda la pelota. Corre, dispara: es atajado. 1-1. Rubén enfureció. Bebió el vaso entero de un tirón. Inglaterra avanza con un penal de ventaja. Rubén recordó a su viejo. Se arrodillaba siempre frente al televisor. ¡Maldita sea!, gritaba su mamá, ¡deja la pendejada! Pero el viejo nada, arrodillado y suspendido, con el corazón en la mano. Ince apunta, dispara: es atajado. 1-1, todavía. Rubén recuperó la calma. Se sintió ligero, animado, como si un viejo triunfo pudiera acabar con la nieve y los retrasos del aeropuerto y todos los demás problemas del mundo. Quiso seguir celebrando. Sentía como si nunca fuera a volver a celebrar en su vida.
—¡Amigo, plis!
Sebastián Verón. Los gritos de la tribuna se hacían potentes en su cabeza. Verón dispara: 2-1. La gente enloquece. Merson pone mal la pelota. Roa enfurece. Insulta y grita y se agita y se hace sacar la amarilla. Merson sonríe. La pelota sigue mal puesta. Dispara. Roa no puede atajarla: 2-2.
—...Amigo...
 
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Va Gallardo. Dispara abajo, a la esquina, donde duele. 3-2. El estadio tiembla. Va Owen. Tiene cara de niño. Dispara. Pega en la esquina del palo izquierdo y entra. ¿Cómo pudo entrar? Furia en la tribuna. 3-3. Ayala, el capitán: último penal para Argentina. Se prepara. Respira. Corre. Dispara. ¡4-3! Rubén tembló. David Batty. Apretó el vaso con fuerza. El inglés acomoda la pelota. Se toma su tiempo. Mira los tres palos. Rubén dejó de respirar. Batty toma impulso. Rubén quiso gritar. Batty va a patear la pelota.
La oscuridad cayó sobre el Memphis como un baldado de agua fría.
Harmony sacó todas las velas que encontró y las repartió por el salón. La mujer del abrigo rojo había encendido un cigarrillo y fumaba en silencio. Bill seguía dormido. Rubén sentía rabia y ganas de llorar. No recordaba cómo terminaba ese partido. Ya no podría saberlo nunca. Su viejo habría sabido, de eso estaba seguro, pero no podría preguntarle. Ya no importaba. Todo había terminado. Rubén miraba el televisor apagado con ojos de niño y pensaba en su padre. Harmony se acercó a él. Rubén suspiró y señaló su vaso.
—Plis.
Bill se levantó lento y rígido, como un vampiro. Jamás había necesitado que lo despertaran para nada y jamás llegaba tarde. Miró a su alrededor, extrañado.
—La energía... —suspiró Harmony, sirviéndole licor de café en un vaso corto. Bill enjuagó cada centímetro de su boca reseca antes de tragar. Extrajo las últimas gotas de licor con el dedo, las chupó ruidosamente y dejó el vaso en el mostrador.
—¿No ha regresado Nancy?
Harmony negó con la cabeza, evitando los ojos azules de Bill.
—Deberías encender la chimenea. Sin electricidad no hay calefacción, ¿sabías?
Harmony rio sin ganas, como si exhalara una sonrisa. Bill chasqueó la lengua y terminó de ponerse la bufanda, el sombrero y el abrigo.
—Ya volverá... nos vemos mañana —dijo. Harmony cerró la puerta detrás. Se quedó pensando por un momento y luego entró a la cocina. ¿Cómo haría Bill para vivir tranquilo? Siempre le había parecido que la existencia de Bill debía de ser miserable pero, ahora que lo pensaba, jamás lo había escuchado quejarse. Nunca estaba de mal genio, ni preocupado. Aunque tampoco se veía precisamente feliz. Rebuscó en todas las estanterías hasta encontrar una caja con troncos viejos, media bolsa de carbón y un poco de combustible. Se arrodilló frente a la chimenea y comenzó a apilar los troncos en medio del polvo. No debería ser tan difícil, pensaba Harmony mientras intentaba encender la chimenea. Sintió como si hubiera olvidado muchas cosas, como si de repente acciones mecánicas, como encender una hoguera, le fueran negadas; como si hubiera perdido una parte de sí. Acomodó, como pudo, hojas de periódico arrugado entre los troncos y encendió una vela. Un fuego largo y desteñido comenzó a entibiar el salón del Memphis. Después de todo, tener más de sesenta años y seguir trabajando como conserje es algo lamentable, pensaba Harmony, y a Bill nunca le interesó encontrar un trabajo diferente, ni siquiera cuando nació su hija. Harmony recordaba haberla conocido años atrás. Se llamaba Rebecca, pero le decían Becky. Era violinista, o violonchelista, algo así, y estudiaba en el conservatorio de Viena. Dos veces al año viajaba a Inglaterra para visitar a Bill, y luego regresaba con su madre. Harmony sintió una rabia desconocida y repentina contra Bill, una especie de resentimiento en nombre de Becky, por haber sido un padre tan ausente, tan inconstante. No se la merece, murmuró con amargura, removiendo los troncos, tratando de avivar el lánguido fuego.
Rubén se sintió mareado. Necesitaba ir al baño. Divisó la puerta al fondo, cerca de la mujer del abrigo rojo. Se levantó despacio, tratando de recuperar las fuerzas, fijando la mirada en la puerta, sosteniéndose de las sillas y las mesas que se atravesaban constantemente en su camino. La mujer del abrigo rojo lo miró sorprendida. Sus ojos negros le recordaron a los de su hijo, y le sonrió. Rubén no supo corresponder la sonrisa. Entró al baño y cerró la puerta. Tanteó la nada en busca de la tapa del inodoro. El silencio del agua apareció frente a él, acompañado de un fuerte olor a cloro. Desabrochó su cinturón con esfuerzo. La oscuridad lo mareaba. Sobre la tapa del tanque había una vela y una caja de los fósforos. Intentó varias veces, pero la llama se encendía y se apagaba casi de inmediato, dejando atrás el palito consumido a medias y un humo blanco y un olor que dolía. Se estaba demorando mucho tiempo. Ella lo notaría. Le dio vergüenza. Tenía que apurarse. Hacerlo así, a oscuras, como si nada. Desabrochó su pantalón. Ella le había sonreído. Se veía muy bella a la luz de las velas. Tardó un rato en comenzar a orinar. Pensaba en ella, rubia, bella y sola. Sola, y afuera la nevasca. Él podría, no perdía nada, seguro ella aceptaría la compañía. Tenía que lavarse las manos. Pero tenía que terminar de orinar primero. Apuntó mal. Se salpicó los zapatos. Ella lo notaría. Tendría que sentarse rápidamente, no darle tiempo de ver las manchas de orín en sus zapatos. Podría hablar con ella, tal vez abrazarla, tal vez un beso. Se sacudió. Trató de jalar la palanca del inodoro, pero no la encontró. Se abrochó el pantalón y salió a lavarse las manos. Trató de recordar los consejos de conquista de su viejo: siempre mirarla a los ojos, retirar la silla y abrir la puerta, escuchar con atención sus historias, llevarle flores, recordar los nombres de sus amigas y sus mascotas... Rubén se pasó los dedos por el cabello, tratando de aplacarlo, y se lavó la cara. No se había afeitado en días. Ella lo notaría. Se sentaría a hablar con ella. ¿Quién sabe? A lo mejor le gusta la conversación. Podría, seguro. Un abrazo, un beso, la mano y que diga ¿nos vamos? sí, nos vamos. ¿A dónde? No sabría a dónde llevarla. Allí mismo, entonces. El cantinero no diría nada. Olvidarían al cantinero. Vería lo que hay debajo del abrigo rojo y no pasaría la noche solo y frío y su piel y el placer y el agotamiento, sí, sobre todo eso, el agotamiento para dormir bien, seguir derecho en el sillón donde estaba ella; dormir hasta el día siguiente sobre su regazo, a salvo, y luego volver al aeropuerto y tratar de llegar a casa, viejo, a casa: mejor tarde que nunca. El agua salía helada del grifo. Rubén sentía, apretada contra sus pantalones, la erección más triste del mundo.
 
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La llama de la chimenea estaba extinguiéndose, así que Harmony puso los últimos troncos, tan secos, que se consumían ante sus ojos como cerillas gruesas, y arrojó los últimos trozos de carbón. Lo cubrió todo con hojas de papel periódico y la llamarada iluminó el salón del Memphis por unos segundos, sumiéndolo luego en una penumbra fatigada.
Afuera, un carro negro ensució la capa de nieve que se había acumulado en la entrada. Hizo sonar la bocina tres veces mientras hacía cambio de luces hacia las ventanas del Memphis. La mujer del abrigo rojo apagó su cigarrillo en el cenicero de cobre, dejó dinero sobre la mesa, respiró profundo antes de levantarse y salió, tambaleándose despacio hasta perderse como una gota de sangre en la nieve. Rubén la vio irse con desilusión. Tal vez fuera mejor así. Total, hubiera podido rechazarlo y eso habría sido terrible. O tal vez no hablara español, y si no hablaba español quedaba por fuera, nada que hacer, él no era de esos, se miró la panza, nada qué hacer, a él le tocaba a punta de charla, de carácter, de que vieran que es un gran tipo, dulce, inteligente y demás, no así, nunca fue muy guapo, su viejo tampoco pero su mamá sí, era preciosa, y la mujer del abrigo rojo también.
Harmony se sentó. Había pensado que el carro era de Nancy. Por un momento tuvo el impulso de buscar las llaves para cerrar la puerta del Memphis e irse a casa con ella. El interior del carro habría estado cálido. Nancy lo habría besado tiernamente. Habrían ido a casa, a comer, a dormir. ¡Su esposa estaba afuera, tocando la bocina, esperándolo! Pero no, Nancy nunca tocaba la bocina. Tardó unos minutos en recuperarse del fogonazo de la ilusión perdida.
Rubén se sentó frente a él. Se quedaron en silencio por unos minutos. Harmony levantó la botella y Rubén asintió. Nancy no volvería. Tendría que quedarse allí toda la noche. Dudó un momento. Miró a Rubén. ¿Le importa si me sirvo uno?, pero Rubén no entendía inglés, así que se limitó a sonreír. Harmony bebió despacio pero sin detenerse, hasta la última gota. ¿Hasta qué hora pensaría quedarse aquel hombre? Por allí cerca no había hoteles. Le preguntó a qué hora era su vuelo, pero Rubén no le entendió. Harmony separó los dedos y estiró el codo para hacer despegar un avión con su mano derecha, señalando a Rubén con su mano izquierda, y Rubén le mostró a Harmony su tiquete y un aviso de cierre temporal del aeropuerto de Coventry. Así que el hombre pensaba quedarse allí toda la noche. Harmony se sintió invadido. La nieve seguía cayendo con fuerza y el viento gruñía contra los marcos de las ventanas; la tormenta empeoraba y las colinas de nieve eran ahora tan altas como el Memphis. La sensación de malestar se esfumó rápidamente del pecho de Harmony. Al fin y al cabo, él tampoco podía salir. Nancy se había llevado el carro con las llaves adentro. No se arriesgaría a dejar su negocio sin llave. Además, la alarma no funcionaba bien desde el último apagón, y cada vez que había nevasca se tardaban horas en volver a conectar la electricidad. Harmony se alegró de tener compañía. Volvió a servir ambos vasos y levantó el suyo hacia Rubén. “Harmony”, dijo, tocándose el pecho. “Rubén” respondió el otro, imitándolo “¡salud!”.
 
***
 
Harmony armaba bolas de papel higiénico mientras Rubén trataba de reanimar el fuego con un puñado de palillos de madera. La energía no había vuelto y el frío se hacía insoportable. Los troncos se habían reducido a un manojo de brasa y cenizas. Harmony no pudo evitar recordar una de las tantas discusiones con Nancy. Ella insistía en que siempre había que tener reservas de leña en invierno. Había intentado comprar varios paquetes de leña y carbón, pero él se había burlado de ella. No sólo por la madera, sino por todo: por sus absurdas previsiones, por sus paranoias y sus miedos, por la maldita fatalidad que se le colaba siempre en la rutina. Esa tarde, en el supermercado, Harmony se había burlado de su esposa y ella no había pronunciado ni una palabra en todo el camino de regreso a casa. Nunca imaginó que la idea de jamás regresar a un supermercado con ella pudiera dolerle tanto. Miró a su alrededor: Nancy tenía razón. Tendrían que haberse preparado. Harmony se levantó de golpe y tuvo que apoyarse en una de las sillas de madera de las mesitas del centro. Nancy detestaba verlo borracho. ¿Por qué las mujeres acaban por odiar a los hombres cuando están borrachos? Antes le gustaba. Ella también bebía. Bebían y la pasaban bien. Bailaban, se deseaban, se querían. Ahora ella lo miraba de medio lado y se molestaba y se encerraba en la habitación. Ni siquiera cuando regresaron del hospital, destrozados, quiso acompañarlo a beber. Harmony se sintió impotente, atrapado por su propia tormenta. Y ahora, sin Nancy, la única persona que se preocupaba por él era Bill. El peso de su soledad le cayó encima de golpe: su único amigo en el mundo era un viejo conserje borracho y pobre, que no tenía ningún consuelo para ofrecerle. Sus manos se cerraron con fuerza sobre el espaldar de la silla, que levantó y estrelló fuertemente contra el suelo. Las patas se quebraron y cayeron cerca de Rubén. Harmony siguió golpeando contra el suelo lo que quedaba de la silla hasta que comenzó a golpearse las manos, entonces Rubén lo detuvo. Se miraron por un momento y se echaron a reír. Rieron desconsoladamente.
Rubén apiló la madera de la silla y la fue echando al fuego. Una llama robusta y anaranjada iluminó todo el salón de nuevo. Harmony sacó otra botella y bebieron despacio, en silencio.
 
 
 
La panza les rugía de hambre. Harmony se tambaleó hasta la cocina. Rubén se quedó solo, mirando fijamente el fuego. Hacía rato que habían dejado de servir el whisky en los vasos y bebían directamente del pico. Apuró un sorbo de una botella grande, color verde claro, con una etiqueta amarilla escrita en letras negras: The Glenlivet, y abajo, un número 12. Rubén intentó, pero no pudo pronunciar aquella palabra. Le sonaba conocido, como a nombre de mujer, como a reina de la mesa redonda. Tal vez en la etiqueta estuviera escrita la historia de la dama Glenlivet. No lo sabría nunca. El viejo hubiera inventado algo, haciéndole pensar que tal vez hablara inglés, o francés, o alemán, o lo que fuera ese idioma en el que estaba escrito cualquier cosa. Ahora, el viento que había estado silbando le parecía como si cantara; como la voz polvorienta de los tangos que escuchaba el viejo en las tardes de su memoria. Rubén trató de recordar alguna de las melodías de su infancia, mascullando acordes olvidados a medias y afinándolos con tragos de whisky. El fútbol, la vanidad, el tango. Nunca logró entender esa manía del viejo de creerse argentino. A su mamá la sacaba de quicio. La melodía fue llegando de a pocos a la cabeza de Rubén. Sus labios se despegaron con esfuerzo pero la voz salió sin problemas, robusta y nítida: Si arrastré por este mundo... Cerró los ojos tratando, con todas sus fuerzas, de regresar a la casa de su infancia y quedarse allí para siempre y no volver, la vergüenza de haber sido el salón del Memphis se precipitaba vertiginosamente hacia el centro de la Tierra, obligando a Rubén a abrir los ojos y confiarlos a un punto fijo, insoportable, mejor seguir bebiendo, la botella empinada con su etiqueta amarilla y sus letras negras, Glenlivet, Lady Glenlivet, con su abrigo rojo y sus cigarrillos largos, sus viejos bailando en la sala de su memoria, la sonrisa de Lady Glenlivet, el rugido en la panza y el dolor de ya no seeeeeeer. Harmony regresó con dos sánduches de cerdo y una botella nueva, con otro nombre impronunciable: no más Lady Glenlivet. Devoraron con torpeza. Harmony destapó la botella y Rubén le ofreció un cigarrillo. A Nancy no le gustaba que fumara. Lo había dejado hacía años, porque la insistencia de Nancy era más tortuosa que una gotera en noche de insomnio. Pero ella no volvería. Rubén seguía con la cajetilla en la mano, uno de los cigarrillos sobresaliendo coquetamente. Nancy no volvería. ¿Qué más le daba? Lo tomó con gusto. La primera bocanada le alivió más que todo el aire fresco del mundo. Enjuagó el humo de su paladar con un trago. Le pasó la botella a Rubén y se miró las manos. Aún tenía rastros de pintura blanca bajo las uñas. Nancy había enfurecido. Él sabía que iba a enfurecer, pero ya no soportaba ver esa habitación de paredes rosadas, con montones de regalos sin destapar, muebles sin estrenar, cajas para devolver... Nancy había enfurecido y se había ido. Harmony detestaba dormir solo. Rubén apagó su cigarrillo y bebió un trago largo. Ahooooora su mamá estaría en casa, sola, cueeesta abajo en mi rodada, Harmony no soportaba la cuna silenciosa, las ilusiones pasadas, no lograba acordarse de la voz de su viejo, ya no las puedo arrancaaaaar, Nancy no volvería nunca; sueeeeño con el pasado que añooooroooohhhjp, Rubén se interrumpió medio ahogado por el hipo. Harmony le dirigió un corto y descoordinado aplauso.
—¿Le gusta el tango? —preguntó Rubén, y Harmony no entendió nada, pero dijo que sí con la cabeza, para que Rubén siguiera hablando. Le gustaba que la gente hablara en idiomas que él no entendía. Lo hacía sentir como si estuviera en una película independiente.
—A mi viejo le gustaba también. Yo tenía este tiquete para hoy, vea, pero ya no me sirve de nada. El aeropuerto está cerrado por la nevasca. Mi mamá me tenía el traje negro planchado y todo. Pero ya no, ya no llegué.
Empinó la botella con la mano derecha, limpiándose las lágrimas con la izquierda.
—Y lo peor es que yo me vine hasta acá para aprender inglés, para estudiar, para volver con un cartón que mi mamá pudiera colgar en la sala, para que el viejo estuviera orgulloso. Para ganar más plata y poder ayudar en la casa... y no aprendí ni mierda…para ganar más plata... —Rubén sacó otro billete de 50 libras y lo puso sobre la mesa —y vea pa’ lo que terminó sirviendo.
Empinó tanto la botella que se le regó la mitad del sorbo. Harmony rio con torpeza. Le hizo señas a Rubén para que le diera otro cigarrillo.
—Adelante, milór — rió Rubén, ofreciéndole la cajetilla.
Harmony lo encendió con una malicia casi adolescente. Tal vez Nancy decidiera volver luego, en unos días o semanas. Harmony miró a Rubén y deseó haber puesto más atención en las clases de español del colegio. Deseaba entenderlo como había deseado entender todo lo que Nancy había dejado de decirle hacía tanto tiempo. Tragó saliva y miró a Rubén. Quería decirle: “yo también”. Sin embargo, cuando abrió la boca, la palabra que había estado atrapada en su garganta salió de un golpe: Sophia. Rubén guardó silencio. Sabía que cuando un hombre pronuncia con tristeza el nombre de una mujer, lo mejor es guardar silencio. Los ojos de Harmony dejaban escapar lágrimas silenciosas que fluían con parsimonia. Rubén encendió otro cigarrillo para no llorar, para llenar de humo el nudo de su garganta, pero fue inútil. Lloraron pasito, cada uno por su lado, y luego fueron creciendo los suspiros y los lamentos, hasta que ambos acabaron llorando con ganas, con todas sus fuerzas, con su solitaria valentía contenida durante tanto tiempo. Y cuando pudieron calmarse, empezaron a mecerse tímidamente, luego con más fuerza. Habían roto ya tres sillas y las habían quemado. Las llamas coloreaban las paredes rústicas, cubiertas de cuadros de madera con banderas de países lejanos, escudos de equipos de fútbol, fotografías de gente famosa que había parado a beber allí una cerveza antes de su vuelo, y numerosos grabados hechos por Nancy. Las botellas vacías se amontonaban en la esquina. Ninguno de los dos podía tenerse en pie, pero bailaron. Bailaron tropezando con todas las sillas y todas las mesas, bailaron cayendo y levantándose, chocando con las cosas y rompiendo cosas y regando cosas y bebiendo más y pensando en Nancy y en Lady Glenlivet y pisando pedazos de vidrio y el abrigo rojo de su sonrisa y las paredes rosadas que no fueron de Sophia y las brasas que saltaban y las patas de las sillas destrozadas y la madrugada nevada y el frío y el cansancio, el agotamiento, la satisfacción, detenerse un momento, aquí, en esta esquina, venga, tome el último cigarrillo, compartámoslo; la pared está caliente por el fuego, hay que dormir un poco, mañana abrirán el aeropuerto y volverá Nancy con las llaves y entonces podrán dormir, fumar, beber y dormir; la nieve se había calmado, el fuego estaba tranquilo, el cigarrillo estaba apagado, el último trago se quedó esperando en el fondo de la botella.
María del Mar Escobedo

Escritora colombiana. Autora de la novela "Patos Salvajes", tesis laureada en el Programa de Creación Literaria de la Universidad Central de Bogotá. Ha realizado estudios de dirección cinematográfica y de Maestría en Escrituras Creativas en la Universidad Nacional de Colombia.